lunes, 20 de septiembre de 2010

DF - 19 de septiembre de 1985

Eran poco más de las siete de la mañana cuando desperté con el golpeteo de la puerta del cuarto de mis papás que se encontraba entreabierta. Intenté levantarme, pero me sentí mareado; en ese momento no alcanzaba a comprender que sucedía a mi alrededor. En mi corta vida (7 años) no había presenciado un terremoto de esta magnitud.
     Mi papá salió del baño corriendo y se acercó para cargarme, noté que dejó la regadera abierta pero no me importó porque me estaba empezando a asustar. Mi mamá levantó a mi hermana de la cama y los cuatro fuimos hacia la puerta de la entrada del departamento. En aquellos tiempos, la recomendación ante cualquier temblor era pararse en el marco de las puertas.
     No sé cuanto tiempo pasó, pero después de que se cayeron varios adornos y algunas cosas de la cocina, el terremoto pasó. Yo estaba todo empapado porque me cargó mi papá, así que me fui a cambiar. Mi hermana y yo levantábamos algunas de las cosas que se habían caido mientras mis papás trataban de llamar por teléfono para saber si nuestros familiares estaban bien. En ese momento miré por la ventana de la sala y todo me parecía igual, desde esa perspectiva no parecía que hubiera problemas, hasta pensé que lo que seguía era que nos llevaran a la escuela.
     Momentos después nos enteramos por las noticias de la devastación ocurrida en la ciudad. Así que ir a la escuela se descartó y nos fuimos los cuatro a casa de mi abuela. En el camino no paraba de escuchar las sirenas de las patrullas y ambulancias, y recuerdo que pasamos por zonas donde habían habido edificios y casas. En ese momento no pensé en la cantidad de gente que podría estar bajo los escombros, dentro de mi mente de niño sólo eran construcciones que se habían caido.
     Ya en casa de mi abuela vimos que ahí había habido más daños que en nuestro departamento; había paredes cuarteadas y el cuarto de servicio estaba de cabeza. Minutos (u horas) después llegaron mis primos, así que nos pusimos a jugar, no era necesario perder un día libre preocupándome por cosas que habían sucedido lejos de mi. Sin embargo, en uno de esos juegos subí y miré la televisión (supongo que alguna de mis tías la estaba viendo y por eso estaba prendida), me quedé impactado; había cientos de edificios colapsados y hasta ese momento entendí que había personas abajo atrapadas, había perros que ayudaban a buscarlas y una parte de mi quiso ir a rescatar a alguien, pero era sólo un niño de 7 años, no habría hecho más que estorbar, así que me conformé con sentarme en un sillón y ver las noticias.
     No recuerdo como terminó el día, pero tuve la suerte de que nadie cercano se vio realmente afectado por el terremoto. Lo que más me impresionó ese día (después de la destrucción, claramente) fue la cantidad de gente que se movilizaba para rescatar a los damnificados, escuché que Placido Domingo estaba por ahí y algunos otros nombres que ahora no recuerdo. No sé cuántos perdieron la vida en la labor de rescate, pero si algo respeto y admiro en este mundo, es la voluntad de arriesgar la vida por salvar la de alguien más.

     El día de hoy, el desastre no es un terremoto; es un huracán llamado Karl. Hace unos minutos doné una pequeña cantidad para ayudar a los damnificados, y espero en la noche llevar víveres a la Cruz Roja. No es lo que habría querido hacer cuando niño, pero 25 años son 25 años.

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